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La historia comenzó cuando recibí un llamado de un amigo que me solicitaba que atendiera a un viejo empleado que le cuidaba sus tierras en una de las islas frente a la ciudad.
... O tal vez comenzó cuando el empleado, que habita en las islas del Paraná, desde que nació hace 74 años, comenzó con cefaleas y mareos y le pareció lógico decirle a su patrón que “últimamente no andaba bien de la cabeza y que por lo tanto necesitaba de alguien que lo atendiera.”
Ante el requerimiento ofrecí que podían traerlo al Hospital del Centenario donde estábamos en condiciones de hacernos cargo del problema. Pero la respuesta no se hizo esperar pues el segundo llamado fue para informarme que Don Tomas, así es el nombre del paciente en cuestión, se negaba a abandonar la isla, de la cual nunca había salido, nunca había leído ni un diario ni revista, no había escuchado radio ni mirado televisión y que me invitaba a que yo fuera a verlo en su domicilio, sin teléfono, ni mail, ni calle con numero.
No tenía muchas alternativas ante la situación así planteada y le dije a mi amigo que al día siguiente a las 12 y 30 estaría a la vera del peaje del puente Rosario- Victoria, y que me haría acompañar por un joven colega cirujano a quien cuando le conté lo sucedido le pareció de interés su presencia por cualquier episodio que surgiera.
El día en cuestión, fue un 25 de enero, que desde temprano se había presentado claro, debido a ello el sol castigaba en forma sostenida, por lo cual además de mi maletín, incluí un sombrero de ala ancha que colgaba del perchero de mi casa a la espera de formar parte de alguna aventura.
Llegamos con el colega al peaje a las 12 y 20 y rápidamente divise al costado del camino a mi amigo, quien agitando los brazos, me llamaba la atención. Lo acompañaba un muchachito de no mas de 10 años con sombrero, pañuelo al cuello, bombachas y alpargatas claramente recién lavadas y tres caballos ensillados con apero y montura listos para ser cabalgados. Dirigí la mirada a mi colega y le pregunté si además de la probable experiencia con la raza equina en la calesita había desarrollado algún tipo de entrenamiento en estas lides, a lo cual me contestó con el aplomo que aportan las horas de quirófano que había tenido alguna, aunque no demasiadas. Acto seguido revoleé mi pierna derecha, consiguiendo, con gran esfuerzo conservar mi dignidad y sentarme en el caballo y me dirigí a mi amigo, quien compartía la montura con el joven jinete, para decirle que estábamos listos.
Allí se inició un recorrido de una hora aproximadamente hacia el centro de la isla. Una suave brisa caliente y el olor del cuero sumado al sudor de los caballos nos inundó.
El suelo mostraba una característica particular; producto de las crecientes y las pisadas de los animales se había creado un molde de barro que las sequías se habían ocupado de endurecer con forma de sacabocados. Esto generaba una seria dificultad para la marcha del equino quien para sostenerse tiene que avanzar a un tranco muy liviano y con su cabeza gacha, con atención, para no doblar sus muñecas. Esta superficie irregular crea la casi imposibilidad del galope o del apremio para mejorar los tiempos del recorrido.
Avanzamos por lagunas naturales, rodeadas de cortaderas, y árboles añejos, algunos bosques de desarrollo espontáneo, pantanos y pajonales con garzas gozando del espejo de agua, yuyos espinosos que nos rodeaban y por momentos creaban un desfiladero. El gran Uriarte entendió muy bien este paisaje y lo reprodujo en sus dibujos, y Laura lo fotografió. Fue tal vez por ello que a pesar de no haberlo recorrido nunca, tuve la sensación de que me era familiar.
El silencio, omnipresente, al escaso tiempo de iniciar el camino, era absoluto, salvo por los cascos de los caballos y el aleteo de episódicas bandadas de loros que sobresaltados por nuestra presencia iniciaban su vuelo en estampida. Algún rebaño de vacas inmutables y absortas no levantaron la cabeza ante nuestro paso. Nosotros acompañábamos al silencio pues nuestro dialogo apenas fue el necesario. Recuerdo haber preguntado si habían yararas a lo cual me respondieron que las había pero que mientras no estuvieran cebadas por el conocimiento de la sangre animal, no ofrecían problemas. O sea no atacaban.
Fue una hora de camino inestable, de sensación de intromisión en un mundo distinto, diferente, lejano aunque muy cercano, inaccesible, o tal vez de no fácil invasión. Allí nomás enfrente de la ciudad, separados por un brazo del río.
Otra bandada de pájaros despertó nuestra atención y distrajo la discreta molestia del cuerpo por el movimiento sostenido de las ancas del caballo, para ese entonces a lo lejos divisamos una estela de humo suspendida en el aire, y esto fue lo que nos alertó de la cercanía de nuestro objetivo.
El lugar en cuestión era un rancherío con prolijidad desprolija con un tapiado o -álero al costado que albergaba una mesa con bancos y una parrilla donde se asaban uno cortes de tira. Don
Tomas rodeado por su familia nos recibió con cordialidad, su hijo/nieto que nos había acompañado en el trayecto sonreía con afecto y luego de los saludos habituales nos encontramos sentados a la mesa degustando una bien asada carne de vaca, rociada con un vino tinto servido en unos vasos de metal. Una tabla con quesos y embutidos, con un pan crocante todavía humeante, acompañaban el servicio. La conversación fue distendida a medida que se fue desarrollando el almuerzo. Las risas abundaron cuando hablamos del vino.
Una vez entrado en el tema de mi visita Don Tomas resultó ser un hombre parco, de poca palabra, salvo la necesaria para exponer sus síntomas. Una vez que terminó con su información me permitió examinarlo de cabeza a los pies para poder emitir mi opinión.
Todo el método aplicado fue ordenado, sucesivo, y el siguió mis comentarios con toda atención. No solo hablamos de su presión arterial y la necesidad de su control. Conversamos sobre el cuidarse con la sal y la toma de algún medicamento. Hablamos también del manejo del agua, de la basura y de la quema de los montes, de los mosquitos, y como por la noche las vacas se juntan entre si y con su respiración y el frote de unas con otras se resguardan de sus picaduras. Tal vez los humanos copien la mesma experiencia.
Fue un tiempo prolongado al medirlo en minutos pero corto al medirlo por las sensaciones. Y después vinieron las despedidas, llenas de promesas por mi parte y con un simple “muchas gracias” por parte de Tomas. A lo cual agregó dirigiéndose a la familia ”es un hombre que sabe”
El recorrido de vuelta pareció no solo reconocible sino propio, con la sensación de una tarea cumplida. La mirada de mi colega cirujano que transpiraba sobre la silla inestable y su sonrisa, confirmaban esa percepción.
Lentamente deshicimos el camino y ya en la ciudad y por la noche por encima de la negra masa de agua en movimiento recibí el mensaje de la isla que nunca antes había percibido. El mensaje de ese ser profundo, no contaminado, como los primeros habitantes del planeta.
De joven en mis primeros años de carrera con los sueños inyectados por “La ciudadela” de Cronin, tuve también la misma sensación. Realmente me sentí reconfortado de poder seguir percibiendo, a pesar del recorrido de los años, ese placer inmenso que solo la relación medico-paciente permite. El placer que ninguna máquina o aparato cibernético podía reproducir. El placer de trabajar por el otro y de poner la experiencia a su servicio.